41 días después de haber salido de casa, haber tomado la primera calle a la izquierda, y haber dejado atrás Barcelona, he llegado a Atenas. Tras exactamente 2985 km sobre la bici, a los que hay que añadir unos 350 más que hice en tren en el norte de Italia, finalmente he visto el Partenón. 40 noches han pasado: 12 en casas de gente que me han acogido por Coachsurfing y 1 por Warmshowers (dos plataformas que conectan viajeros con gente que ofrece alojamiento gratuitamente), 1 en un Airbnb, 8 en hostales, 11 acampando en cámpings y 1 en la playa, 3 en hoteles y 3 más en guesthouses.

Encima de la bici he temblado de frío y he sudado muerto de calor. Me he quedado calado por la lluvia y me he quemado bajo el sol. He disfrutado de los mejores paisajes de la orilla norte del Mediterráneo y he sufrido las carreteras que van bailando al son de sus acantilados. He conocido a gente que me ha abierto las puertas de sus casas sólo a cambio de una buena charla; a veces ni eso. Me he enfadado y me he frustrado cuando las cosas se complicaban. En algunos momentos he soñado en cómo sería una vida nómada, en bici, recorriendo el mundo, y en otros sólo he deseado coger el primer tren o avión que me devolviera a la tranquilidad de mi casa.

He aprendido mucho, sobre todo a conocerme a mí mismo, lo cual es uno de los tópicos más grandes que podía soltar, aunque no por eso es menos cierto, y sobre los viajes en bici y las cosas que cambiaría para los próximos. Bueno, y geografía. He aprendido mucha geografía. Nunca se me ha dado mal, pero con este viaje he subido a la división de honor en geografía del sur de Europa.

He tenido la mayor sensación de libertad que he sentido en mi vida gracias a la bici y a la tienda de campaña, y me he sentido esclavo de la carretera y los kilómetros cuando mi cuerpo me pedía menos y mi deseo era darle más. Me he reído, a veces de cosas que se me pasaban por la cabeza (ya os expliqué que tantas horas dando pedales son una seria amenaza para la cordura), otras escuchando la radio, y otras hablando con la gente que conocía por el camino. También he llorado.

Lloré en Venecia, después de que mi pierna hubiera dicho “Basta” en Tortona, hubiera perdido un tren en Milán porque iba cojo y no pude cargar la bici por las escaleras antes de que se cerraran las puertas, estuviera durante el trayecto mirando vuelos por si tenía que volver a Barcelona o volar directamente a Atenas, y al llegar a Venecia resultara que no podía entrar la bicicleta en la ciudad y me quedara estancado a las puertas de la estación. No era justo. Lágrimas de rabia y de impotencia, al teléfono con mi madre, como se llora en estos casos. ¿O pensabais que después de recorrer el mundo con una mochila y Europa en bici uno ya no llama a su madre para que le consuele después de un día duro?

Y lloré de nuevo en alguna carretera a 70 o 80 km de Atenas. Esta vez por todo lo contrario. Por primera vez en mi vida se me escapó una lágrima de emoción; de alegría. El día antes me había caído y me dolían las heridas y los golpes, y en un momento me dije “cuarenta kilómetros más, una pausa, y después ya está”. Cada día me decía cosas por el estilo, pero ese día ese “y ya está” iba muy en serio. Entonces recordé el momento en que me subí a la bici en el portal de mi casa y casi perdí el equilibrio de lo que pesaba con todo el equipaje. Y como me dolía el culo durante la segunda etapa y la rodilla durante la tercera, y me preguntaba cómo demonios iba a hacer tres mil kilómetros. Recordé la lluvia, el viento y el frío en el sur de Francia. Y los paisajes increíbles y las buenas sensaciones en la Côte d’Azur, y como se vieron truncadas por la lesión en el tendón de Aquiles. Y la Costa Dálmata y las vistas de ensueño y las tormentas en los Balcanes. Recordé la satisfacción después de acabar cada etapa. Y lo que sentía en las noches en la tienda. Tan simple. Tan libre. Y recordé la caída del día anterior cuando me perseguían unos perros callejeros. Todos estos recuerdos tan recientes, tan nítidos, formaban ya parte del pasado tras ese “y ya está”. Ahora ya estaba. La piel de gallina. Lo había conseguido. Los ojos húmedos. Había llegado. Una lágrima. Atenas.